Viaje a Mérida

Con solo 500 bolívares que pude reunir y cuatro panas nos fuimos de viaje a Mérida, por los ochenta, en el Ford Corcel de Felipe Saldivia. Hoy en día, que un paquete de Oreo cuesta 60, pareciera una gran aventura, pero en realidad alcanzó para alojamiento, comida, gasolina y me sobró para comprarme unos pantalones feísimos en un economato militar por el camino.
Por aquellos días lo habitual era ir a la playa los fines de semana. Sin ningún tipo de planificación subíamos al carro de turno y nos íbamos a Chirere. Desprovistos de toallas, descalzos y a veces sin cartera. No había, en los alrededores, sino tostones con salsa de tomate y mayonesa para comer. Salíamos muy temprano en la mañana y estábamos de vuelta en Caracas antes del atardecer. Nada del otro mundo. Y el mismo concepto aplicamos para traspasar los límites del Estado Miranda.
De un momento al otro, íbamos todos apiñados en un   Ford compacto. Los norteamericanos siempre han sido malos haciendo carros pequeños. Jose Hurtado , Andrés Bellido  y yo con Felipe Saldivia, el peor conductor del mundo, al frente del volante. Los pasajeros nos conformábamos con su titánica resistencia al sueño. Algunos de mis asiduos lectores recordarán sus peripecias estacionándose en el frente de la escuela de Comunicación Social de la UCV. Fernando Garay  nos esperaba en Tovar, en casa de sus padres.
Fuimos con calma, apreciando el paisaje. Parábamos en los pueblos. Comíamos platos típicos. Todavía me acuerdo de una arepa andina, extraordinaria, con jamón y tomate, en Trujillo. Fuimos a conocer a la recién inaugurada Virgen de la Paz. No se como hicieron esos pobres 4 cilindros para subir la empinada carretera que nos acercó al monumento. En la zona de Los Llanos nos asamos del calor y en El Páramo nos congelábamos. Pagamos apenas 30 bolívares para alojarnos una noche en un apartamento de la Villa de los juegos Bolivarianos que tenía como quince camas. Nos parábamos al borde de los lagos a medir quien lanzaba la piedra más lejos, o en las barandas de los viaductos a gritar y escuchar el eco. El papá de Andrés Bellido, piloto de Avensa, pasó su jet rasante por el Pico Bolívar a manera de saludo, sabiendo que su itinerario coincidía con nuestra visita al teleférico más alto del mundo. Una competencia de resistencia al frío sin franelas a cinco mil metros de altura me provocó una rinitis que me duró una semana después del regreso. Cosas así vivimos en ese viaje.
Los hijos de José Hurtado, Andrés Bellido, Fernando Garay y Leopoldo Rejón Cisneros  difícilmente vivirán una experiencia así en Venezuela. Ellos se fueron hace muchos años del país, a pesar de tener trabajos estables y con oportunidad de prosperar. Me asombra la visión profética del futuro que tuvieron. No se si los míos podrán hacerlo. A mi me da miedo cuando van al cine de noche. También se quieren ir al extranjero. Escribo estas líneas pensando no en la magnífica experiencia del viaje, sino en si mi padre, emigrante español, no se equivocó cuando con sus consejos grabó en mi conciencia el amor a este país.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Clase media en la playa

Nikkor 55 mm f/1.2