Clase media en la playa

En la playa, ayer, los únicos que no reían ni bailaban ni escuchaban el ir y venir del mar, eran los tres muchachos que vendían empanadas. 

Todos los demás, comían y bebían. Todos los demás, con el torso al aire, depilados, embadurnados de protector solar, reflejaban los rayos ultravioleta de vuelta a la atmósfera, aunque con la máxima aspiración de broncearse. 

Cuerpos bien cuidados, los de la mayoría. Casi mises, las mujeres. Casi atletas, los hombres. De todas maneras, ridículos, un poco, cuando pegaban la carrerita para no quemarse los pies, culpa de la ardiente arena, culpa de la naturaleza, pretendiendo repeler a la masa invasora.

De clase media, la mayoría. Comerciantes, de bodegones, dueños de talleres mecánicos, y vainas así. Sobrevivientes. Retomando su estilo, ya con dólares en la bolsa, merecido descanso, después de años de lanzar piedras a los GNB, después de tanto recibir plomo y gas lacrimógeno.

 Defender tus derechos tiene sus bemoles, y ante el repetido fracaso, se toma, la clase media, un respiro, mientras se piensa en una nueva estrategia. 

Poco a poco, empiezan las chapas de cervezas a cubrir los alrededores de cada sombrilla, de cada tumbona, de cada toalla. Son como pecas sobre la piel. Como estrellas en el cielo. La lechina de la arena. 

Mientras, los tres muchachos, flaaacos, famélicos casi, sudan incansables, cada empanada que venden. Quedaron del lado de afuera de la famosa burbuja económica. Por eso no escuchan el reguetón que se baila en los predios. Por eso, y porque el aceite hirviendo hace ruido. 

Poco a poco se van acabando el queso blanco, el cazón y la harina Pan. Solo les queda una caja Clap, para la semana que viene, posiblemente. También, todavía, están anotados en una lista de la Misión Vivienda. Y, con suerte, la posibilidad de conseguir una cola, más tarde, para la casa…

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