Escape

¿De qué terrible circunstancia huye quien se ve obligado a resguardarse lanzándose a un río putrefacto capaz de ahogarlo y que con fuerza indetenible arrastraría su cadáver a kilómetros de distancia?
Humildemente, voy a las marchas solo para hacer bulto. Porque, como ya lo he dicho mil veces, solo la clase media reclama sus derechos en este país, y para el cambio, eso no es suficiente. Así que voy a ellas con pocas expectativas, y solo las aprovecho para drenar tanta frustración. En consecuencia, ese 8 de abril, llegué tarde a la Francisco de Miranda, entre otras cosas, porque estaba antes visitando a un familiar en una clínica. Ya estaban, los apurados operarios, desmontando la tarima, así que no pude oír los discursos de los voceros de ese día, fueran quienes fueran. Igual nunca escucha uno esas disertaciones porque hay que llegar muy temprano para estar cerca del corto rango de distancia de los equipos de sonido que instalan para esas ocasiones. Pero, para mi sorpresa, algo fuera de lo común pasaba. Lo normal es ver a la gente dispersa regresando a sus hogares. Sin embargo, un río de marchistas, sin desviarse, se desplazaba en una misma dirección. Hacia el oeste…
Me uní a la corriente sin averiguar y sin la ropa adecuada. Normalmente la gente va con zapatos de goma, franela, bluyín y gorra. Pero uno no se viste así para hacer visitas en clínicas. Y me enfrenté a los elementos solo con una camarita amateur que siempre va conmigo a todas partes aunque no siempre enciende ni enfoca cuando se le requiere. Y entretenido fotografiando banderas y buhoneros caminé despreocupado, siguiendo a la masa, hasta que estaba de pronto, sin darme cuenta, en el nivel superior de la autopista frente a El Rosal. Los cinco canales repletos de manifestantes hasta donde daba la vista hacia adelante y hacia atrás.
Entonces, la realidad me explota en la cara. En el horizonte, justo donde el municipio cambia de nombre, se levantaba sobre el asfalto una nube de humo lacrimógeno. Todos a mi alrededor, desde jovencitos menores de edad hasta señoras con el pelo totalmente blanco, se cubrían ya con pañuelos y máscaras antigás para proteger la respiración, y para la piel, embadurnados con no sé qué menjurje, para evitar la irritación, toda la cara maquillada de blanco, se uniformaron los manifestantes instantáneamente. Como nadie mostró pánico, yo, vestido para ir de visita, menos. Pero me dediqué a buscar vías de escape. Me asomé por sobre la baranda izquierda de la autopista y me dio vértigo la altura que me separaba del Guaire. Como si no supiera que la altura es la misma por el lado derecho, la esperanza es lo último que se pierde, me asomo por esa parte, y soy testigo de lo que pasaba en la parte inferior de la vía, repleta también de gente, que se enfrentaba ya cuerpo a cuerpo con otro contingente militar. Entonces, por lo tanto, aunque nadie retrocedía, hacia atrás era la única vía de escape.
La batalla se mantuvo así, dentro de los márgenes de la consideración, largo rato. Los gases lacrimógenos son insoportables, pero con el aire a favor, se dispersaban relativamente rápido. Y es entonces cuando desde el contingente militar, alguien, un superior, me imagino, revelando un amplio conocimiento en el arte de la guerra, da la orden de emboscar al adversario por la retaguardia, movilizando a otro pelotón sigilosamente por vías alternas, y lanza, al mismo tiempo, bombas al principio y al final de la muchedumbre manifestante, compuesta por no muchos miles. Los que estábamos en el piso superior o nos lanzábamos al vacío o cruzábamos la nube de humo que no permitía ver a medio metro de distancia. Los que estaban en el nivel inferior se lanzaron al Guaire.
Decir que los gases provocan lagrimeo, irritación y ceguera temporal es un eufemismo. Si respiras sientes la muerte, si no respiras, también. Si abres los ojos te quedas ciego, y si los cierras, tampoco ves. Si intentas quitar el ardor de la piel frotándola, te arde más, y si no te tocas, también es insoportable. Los gritos de desesperación de la gente huyendo completan un panorama donde finalmente pierdes la audición, el último de los sentidos que intentas usar para escapar. Sin contar que para disgregarse, en vez de alejarse, tuvo uno que atravesar la nube de humo que te quita el respirar, lo que te acerca, mentalmente, al suicidio. No en vano, durante algunos momentos, lanzarme por la baranda de la autopista hacia abajo, me pareció buena idea.
Evidentemente, salí de esa. Ordenados y en calma, como los japoneses durante un terremoto, los experimentados manifestantes, se dispersaron, llevando a cuestas a los desmayados hasta las ambulancias de Salud Chacao y Baruta. Los panas que se tiraron al Guaire tenían toda la razón de hacerlo. Es más, tuvieron esa opción a la mano, a diferencia de los que estábamos arriba. Me imagino que alguien se ganó una medalla, ascenso y felicitación de los superiores, por aplicación de tácticas de guerra y hacer morder el polvo a sus adversarios políticos.
A pocas cuadras de allí, por calles solitarias, ajenas a la realidad, como si nunca nada hubiese pasado, caminando de regreso hacia la clínica, preocupado porque no me iban a dejar entrar por el olor a gas en mi ropa, recordando como en la cara de los manifestantes se leía que nada los amedrentaba, pensé, ingenuamente, que a mí todavía me falta averiguar cómo es el tema ese de los perdigones…










Comentarios

Entradas más populares de este blog

Clase media en la playa