Estudiantes contemporáneos

Todos los jueves, durante la primera hora de clase del día, entre 5 y 6 de la tarde, entraba corriendo este pana, con la capucha en las manos todavía, y el sudor chorreando por la frente. El profesor de Sociología de la Comunicación ya ni volteaba, mucho menos interrumpía su charla, y nosotros recuperábamos la concentración en pocos segundos. No me acuerdo de su nombre. Era flaco, tenía bigotes y pelo negro. Aunque no estudiaba Comunicación Social, se quedaba escuchando la clase con atención, con su olor a gas lacrimógeno. Solo le faltaba un cuaderno y tomar apuntes.

En esa época, mi escuela era la mejor de América Latina, decían. Mis profesores, la crema y nata. El comedor funcionaba. No existía internet, pero conseguías cualquier libro en la biblioteca. Había grama en la Tierra de Nadie, aunque senderos de tierra lo cruzaban, como los gráficos de un electrocardiograma, testigos de la flojera del Ucevista a circular por las vías de concreto. Podías caminar a cualquier hora por sus pasillos porque los vigilantes cuidaban a los estudiantes y profesores y nadie te asaltaba. Y encima, gratis. De todas maneras, este pana, quemaba autobuses todos los jueves en Las Tres Gracias a partir de la una de la tarde, más o menos.

Cuando uno tenía suerte y él se sentaba a tu lado, descubrías a un ser inteligente, muy pacífico, muy valiente y comprometido, ampliamente informado del acontecer diario y muy claro ideológicamente. No duden que de las muchas conversaciones que tuvimos, algo quedó en mi, y es punto de referencia hoy en mi día a día. Recuerdo perfectamente que, incluso, se atrevía a intervenir en clase, como un alumno más. De ese atrevimiento, nacían las más exquisitas discusiones ideológicas universitarias de toda mi carrera. Era, o es, no se, un tipo chévere. Cuando llegaba la hora del descanso y bajábamos todos al cafetín, él, ya más tranquilo, miraba a su alrededor, desconfiado, y desaparecía hasta el próximo jueves.

A nadie extrañaba esta rutina porque no existía esa figura contemporánea antinatural denominada estudiante oficialista. Todos estábamos de su lado. Todos éramos, más que nada, estudiantes. Rebeldes y en contra. Sin suponer que estuviésemos de acuerdo en todo. Al contrario, éramos absolutamente divergentes en nuestro pensar. ¿Pero a favor del Gobierno de turno? Ni pensarlo. Solo teníamos una compañera, por cierto, amiguita de Facebook en la actualidad, que militaba en el partido de Gobierno, pero que con total humildad no defendía su ideología a menos que fuese obligatoriamente necesario. Además, era estricta y muy autocrítica cuando era requerido. Aunque ahora veo que los hubo peores, agradecíamos que se limitara a defender a su presidente una vez al año en las romerías.

¿Qué me enseñó el flaco en las clases particulares que recibía cada jueves? Pues bien. Si tu Presidente te hace un montononón de universidades, perfecto, porque esos reales no son de él, sino tuyos, y está en la obligación de hacerlas. Pero, si llegas a clases y los profesores no cubren las expectativas, vas a la calle, quemas autobuses y respiras gases lacrimógenos. Y si llegas a clases y el comedor no funciona, vas a la calle, quemas autobuses y respiras gases lacrimógenos. Y si los salones están en malas condiciones, vas a la calle, quemas autobuses y respiras gases lacrimógenos. Y aunque la universidad sea perfecta, si te suben el pasaje del autobús, vas a la calle, quemas autobuses y respiras gases lacrimógenos. Y así hasta que te gradúas, empiezas a trabajar, te casas, tienes hijos, los mandas a estudiar a la universidad y les toca a ellos ir a la calle, quemar autobuses y respirar gases lacrimógenos. De esta forma, y poco a poco, en unos cientos de años, evolucionaremos y tendremos un país decente. Pero nunca jamás jalar bolas. Los estudiantes no jalan bolas. No es inherente. No es natural. Nunca se conforman. Alguien que cree tener siempre la razón, no jala bolas.

No me gusta decir que cuando veo la foto de un estudiante, un guardia o un policía desangrarse sobre el asfalto no siento el dolor que debiera. Soy como el médico, acostumbrado, que ha pesar de todos sus esfuerzos, se le mueren los pacientes cuando la enfermedad lo supera y sobrepasa sus conocimientos. Sí, me preocupan mucho mis hijos y sus compañeros de clases, cuando van a las marchas. He visto niños de 14 años totalmente comprometidos y arriesgando el pellejo. Pero lo que si realmente me conmueve es imaginarme al flaco enfrentarse a otro compañero de clase que se buscó a unos amigos, armados y en motos, y que escoltados por los mismos vigilantes de tu propia universidad le disparen para disuadirlo de sus creencias. O lo dejen desnudo tirado en el piso. No lo recuerdo preparado para eso.

Flaco, el próximo jueves no quemes autobuses. Porque no podrás correr desde Las Tres Gracias hasta la escuela por dentro de la universidad. Algunos de tus propios compañeros de clase te impedirán llegar. Y lo harán por las malas. Hoy mataron a un policía de un disparo. Mañana, seguro, en venganza, le pegan un tiro en la cara a una estudiante de 17. Y tu, amigo, estás acostumbrado, apenas, a recibir clases de Sociología después de tu rutina habitual. Son otros tiempos...

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