Mirando las estrellas

Adivinen que venden los buhoneros en las calles de Caracas: …¡la bandera de Venezuela de siete estrellas!. 

Estaba metido en una cola infernal, angustiado, pensando el porque un cliente al que le había trabajado por más de 20 años ininterrumpidos dejó de contratarme de un día para otro sin darme una explicación, y en el esfuerzo sobrehumano para conseguir sustituto, cuando del medio del tráfico emergieron media docena de buhoneros vendiendo la tricolor en todas las formas imaginables. Tenían gorras, brazaletes, portavasos, franelas, koalas, bandanas y, por supuesto banderas. Eran de diversos tamaños y para diferentes usos. Servían para poner en el carro o para llevar a las marchas. También para las fachadas de los edificios en días patrios. Como se sabe, tal variedad de oferta solo la tiene en los actuales momentos la economía informal. No era mi interés adquirir ningún bien en ese momento, ni mi precaria situación económica me lo permitía, pero me quedé viendo la actividad comercial a manera de entretenimiento, porque cuando estás sofocado por la inamovilidad vehicular caraqueña, cualquier cosa funciona. Eran mujeres todas, menos uno. Expuestos al calor del ambiente y al humo de los escapes, sus pieles brillaban por el sudor y en momentos reflejaban deslumbrante al sol inclemente. Los motorizados se abalanzaban contra ellos sin piedad, pero con maestría, los esquivaban cruzándose frente a los carros, cuyos conductores frenaban de mala gana, aunque su margen de avance solo fuera los dos metros de separación con el de adelante. No parecía una tarea fácil. Todas gritaban su promoción y oferta, menos el único hombre, que solo vendía banderas. Era la carga más pesada y se ve que la demanda era abundante, porque tantas llevaba con él, que cuando soplaba la brisa, el ondear de su mercancía comprometía su equilibrio. Él ofrecía el producto a baja voz, como con miedo. No se escuchaba lo que decía. A dos filas de distancia solo se podía inferir porque veía sus labios moverse y acercaba las banderas, desafiantes, a las ventanas de los carros. 

Y estaba yo en mi diminuto y desbaratado carro de clase media baja que pasa aceite y se recalienta, oculto entre inmensas camionetas último modelo de todas las marcas, relucientes, silenciosas, con aire acondicionado, cuando girando el cuello el hombre me detectó con su mirada, reconociendo algo en mí que no tengo como explicar. Èl no vio, por ejemplo, al pana que iba en una pick up doble cabina que iba delante de mi, blandiendo por la ventana un habano que debe costar lo que se gasta en mi casa en mercado al mes, y cuyo olor se mezclaba con el del humo de los escapes. Tampoco le importó una parejita en un deportivo rojo, cuyo equipo de sonido amenizaba el ambiente con reguetón a todo volumen. Debo tener una cara de escuálido que no me la brinca un venado, porque en un segundo y sin romper el contacto visual cruzó la distancia que nos separaba a riesgo de ser atropellado. Ya estando a centímetros de mi, sabiendo que no tenía forma de escapar, acero a mi alrededor y asfalto por debajo, soltó una sola frase, imposible de esquivar y que chocó contra mi igual que que cuando un martillo entierra contra la pared a un clavo : "Háblame Catire… tengo la de siete estrellas". Susurrando, el buhonero destruyó 15 años de educación anticapitalista quintarepublicana, y pisoteó, al mismo tiempo todo esfuerzo estudiantil de meses luchando por reivindicaciones y el dolor de las madres que perdieron a sus hijos. En su mirada se leía el miedo que producía su ilegal actividad. Como si esperara en cualquier momento una tromba de Guardias, lacrimógenas y perdigones contra semejante atrevimiento.

Ninguno de los dos estábamos apurados. A mi no se me ocurrió respuesta. Él está acostumbrado a ser despreciado por el silencio del conductor y yo no supe decir el acostumbrado "no gracias". Otra vez detectó algo desconocido en mí, me imagino. Se quedó ahí leyéndome la mente. Yo solo pensaba en una conversación que, muy graciosa, había tenido unos días atrás con un amigo que trabaja para el gobierno. Se quejaba de que la oposición lo llamaba enchufado y que los chavistas lo llamaban oportunista, pero igual no le alcanzaba el sueldo ni para comer. Que iba a comprar una flauta mágica y se los iba a llevar a todos lejos, iba a trancar la puerta y botar la llave. El vendedor de banderas se debe haber dado cuenta que algo cambió en mi. Aquella filosofía que milito, donde prefiero a un chavista o a un escuálido, claro y defendiendo sus ideales, perdió fuerza. Los chavistas que se pasaron a escuálidos, los escuálidos que se pasaron a chavistas y los ninis, blanco de mis críticas a diario, ahora son dignos de mi comprensión. Solo con una frase.
La cola avanza lentamente. Ya, por fin, veo la causa. Unos manifestantes trancan la avenida con una bandera inmensa de varios metros. Pero no tiene estrellas. ¡Qué angustia!

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