Potencia invasora

Hace como dos meses decidí dejar de comer azúcar. Tanta vaina que uno lee por ahí, y por estos días, resulta, el dulce hace daño. Así que emprendí la epopeya sin saber la magnitud del sacrificio.

Las consecuencias del déficit de glucosa en la sangre son incontables. Dolor de cabeza, mal humor y depresión todo el día. Ver una dona rellena de chocolate e imaginarme comerla en el desayuno con un marrón grande era más sufrimiento para mi que para el adicto a la heroína ver una inyectadora, o para el abstemio escuchar el exprimir del limón sobre el Cuba Libre bien cargado con mucho hielo. Pero también hubo beneficios. Inmediatamente empecé a bajar de peso, la ropa no me apretaba, rendía más en el trabajo, dormía mejor. Si viviese en un país desarrollado, sin estos niveles de delincuencia, con un poco más de dinero en la cuenta, hubiese aguantado más. Pero, deprimido, y además con miedo, fue demasiado. Y bueno, sucumbí, la semana pasada, frente al kiosco del chino de la esquina y me compré un Cri Cri.

Los chinos, si no lo son ya, falta poco para que sean los nuevos dueños del planeta. Los romanos, los españoles, los británicos, los gringos, los rusos, entre otros, se convirtieron en potencias a costa del sufrimiento de otros. Todos oprimieron y abusaron de los más débiles por el muy patriótico deber de progresar y ser los más poderosos. Si antes los medios eran bélicos, la cosa ahora tiende más hacia lo económico. Los que han decidido amasar una fortuna por las buenas les ha resultado más difícil. Inclusive nosotros, los venezolanos, amenazamos en alguna oportunidad a República Dominicana, con cerrarles el chorro petrolero si no se rendían ante nuestros designios. En eso son todos iguales. Pero si tienes la oportunidad de interactuar con los que en la actualidad te oprimen, te darás cuenta que algunos tienen más escrúpulos que otros.

Por ejemplo, cuando trabajé para la revista Viasar, en la época que los españoles de Iberia compraron Viasa, en un segundo me di cuenta que no tenían el menor interés en echar para adelante la empresa. Descuartizaron el negocio para quedarse con las rutas aéreas y nos dejaron sin aviones sin el menor cargo de conciencia. Encima los hijos de puta se quedaron con el nombre y me quedaron debiendo un realero. No fue igual cuando los del Banco Santander compraron al Banco de Venezuela. No digo que fueran más decentes, pero tenían otro concepto de hacer negocios. Los vi hacer algunos sacrificios, inexplicables para quienes sabíamos que la ganancia de esa inversión llegaba a duras penas al dos por ciento de su negocio fuera de España. Así que cuando se pusieron fastidiosos en el Gobierno, vendieron esa vaina en cinco minutos. Y se llevaron esos dólares para otro sitio más chévere. Además, como ya viene siendo política comunicacional en las empresas en Venezuela, compraron una camarita digital y obligaron a los periodistas a hacer el trabajo del fotógrafo para ahorrarse ese presupuesto, y también perdí a ese cliente.

También trabajé con la industria petrolera brasileña. Yo no se como fue ese negocio. A estos les dieron un par de pozos abandonados por ahí, me imagino que con la promesa de darle otros mejores más adelante. No se con que tecnología lograron sacar petróleo de todas maneras, pero un día recogieron sus cachachás y se regresaron. Cuando se fueron se llevaron a trabajar en sus negocios a buena parte del personal venezolano que trabajaba aquí.

Por estos tiempos abusan de nosotros también desde el Cono Sur. Esa gente se queda con el producto de la venta de nuestro oro negro por allá abajo y de seguro salimos perdiendo en el intercambio. Los argentinos de aquí se creen, como Maradona, superiores. Pero los que han viajado a ese país describen a un habitante humilde y respetuoso. Debe ser una especie de autodefensa de los expatriados para protegerse de algún mal que presienten cuando están cerca del trópico. Fue prácticamente imposible trabajar con ellos y con algunos venezolanos que se contagiaron al convivir cerca. Cuando lo hice, solo fue por necesidad.

Así podría echar más cuentos sobre musius, pero los chinos, ¡ay, …los chinos!. Que uno no entienda ni papa cuando hablan no tiene la menor importancia, porque solo con verlos se nota que no tienen el menor escrúpulo en este intercambio de petróleo por espejitos. Solo hay que observarlos después de caerse a palos, cuando están bien rascaos, para reconocerlos. Ellos en su país están ahora debatiéndose entre coleccionar Ferraris o Lamborghinis y decidir que hacer cuando el hijo les sale hembra que, al parecer, por allá son menos productivas que los varones. Ese brinco de la Revolución Cultural al capitalismo salvaje en el país de la mano de obra barata los tiene confundidos.

También he trabajado para los chinos. No escatiman, ciertamente, porque hay real. Pero quieren tratarlo a uno con el mismo desprecio al que se acostumbraron a ser tratados. Es decir, que uno tenga treinta años de experiencia, no vale medio, porque su cultura tiene miles de historia. Es lo mismo que cuando vas a comer en el restaurante chino al que acostumbras y el tipo, con el más absoluto descaro, te sirve el “aló especiá” todo quemado, mezclado con otro que salió mejorcito para que uno no se de cuenta. Ese arroz se lo come este tipo, pensará, así sea dentro de una lumpia. Si te toca tomar fotos en una pauta con la prensa internacional, puedes jurar que el fotógrafo de la agencia de noticias china se va a atravesar en el medio justo en el momento de la firma del convenio. Puedes gritarle, silbarle, lanzarle una silla, pero el tipo toma su foto y los demás nos jodimos. Y después tranquilamente, se acerca, sonriente, en un perfecto español, con su tufo añejado y su aliento de ajo y cebolla, para pedirte tus fotos, colaboración que para ellos pareciera obligatoria. Eso sí, no pierdas el tiempo pidiéndole las de él, porque te dirá que no y la excusa será en su idioma. Una vez, mi cliente chino, ofreció una fiesta nocturna a su cliente venezolano. Los excesos en comida y bebida fueron un pecado. Yo había estado tomando unas fotos esa mañana en un hogar de cuidado infantil en un barrio de Antímano y presencié el inmenso esfuerzo de recolección monetaria para comprar un pollo para alimentar a 8 niños. Esa noche, durante la celebración, casi lloro. Era imposible, para los invitados, engullir tal volumen de alimentos, a tal punto que los platos a medio consumir se iban acumulando unos sobre otros en las mesas. En algunas, no cabían los cubiertos y las copas. Mil mesoneros no eran suficientes. Tomaban como unos cosacos. Los invitados locales tomaron la previsión de no llevar mujeres a la reunión, ya informados sobre el machismo extremo de los asiáticos. Las chinas se mantenían alejadas a buen resguardo. El machismo criollo, representado en frases como “aguardiente pa’ los hombres y palo pa’ las mujeres”, cuando se canta Cruz de Mayo, es un chiste de preescolar. Yo me hice el loco mientras pude, y tomaba una que otra foto desde lejos con un zoom suficientemente poderoso. Pero cuando se acordaban del fotógrafo, el trato era tan despreciable, que no lo voy a describir por temor a que esto lo lean mis hijos.

Lo mismo pasa con los chinos nacidos aquí, pero como hablan perfectamente el castellano, no puedes ponerles la misma cara de asombro cuando se mal comportan, como diciéndoles, “¡perrrro chamo, no seas tan abusador!”. De hecho, el que le me vendía los DVD vírgenes, me malandreaba como si fuera de Pinto Salinas, José Felix o el 23. Ahora hay más sitios donde comprarlos, pero hasta no hace mucho eran un par de chinos los únicos que los vendían y hacían lo que les daba la gana con uno. Compraba 100 discos y la mitad venían malos. La sola vez que se me ocurrió ir a quejarme fue el último día que me dejaron entrar a la tienda. Vendían, además, artículos de buhonería. Era increíble escucharlos regatear en español a gritos con el buhonero y un segundo después hablar en chino, riendo a carcajadas, con la hermana tras la caja registradora, como diciéndole “¡No marica, este negro cree que me va a joder!”.

Ni hablar del cine de por allá. Hablan como regañando todo el tiempo, tirándole patadas a todo lo que se les cruce, todos sufren. Cuando esa gente nos domine voy a extrañar a Bruce Willis. No me imagino llegar de noche a la casa, cansado de trabajar, esperando ver alguna payasada gringa en la televisión de esas a la que uno acostumbra, y conseguirme con una pelea a sables de tres cuartos de hora de duración. Como para dar un golpe de estado fue que en estos días prohibieron The Big Bang Theory. Aunque tengo entendido que la mayor parte del dinero en Hollywood viene de por allá, es mejor no confiarse.

También me preocupa su nivel de organización. Son miles de restaurantes chinos en el país, separados por cientos de kilómetros. Excepto los que están en zonas lujosas, todos cobran igual. Y cuando aumentan las costillitas, todos los hacen al mismo tiempo. Olvídate de ir a varios buscando mejores ofertas. Y la carta pareciera hecha en la misma imprenta para todos los locales. Todos los platos tienen un número delante. Si te aprendes de memoria el número del que más te gusta lo puedes pedir a nivel nacional sin necesidad de ver la carta. Y además ya te sabes el precio.

En fin, me guardé el Cri Cri en el bolsillo y me alejé del kiosco buscando un sitio apartado donde romper mi dieta. Me costó tan caro como un almuerzo en mi tagüara favorita en el Bulevar de Sabana Grande. Cuando nadie me veía y con nadie tendría que compartirlo, abrí mi chocolate. Adentro del envoltorio no estaba el producto resultado de un perfecto secado de la semilla del cacao, plantado a la sombra de los plátanos dulces de Higuerote, sino, en cambio, había un producto arenoso incomestible, de un extraño color blancuzco insoportable a la vista. La fecha de vencimiento en el empaque no se veía claramente en su totalidad, pero si asomaba que no correspondía a este año. El chino se quedó con mi petróleo y me dio un espejito. Ahora me siento, otra vez, con energías para seguir bajando de peso.

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